EL TITANIC ¿QUÉ PASÓ ALLÍ? ¿EIN?

Las aguas estaban frías, dicen. A saber. El barco era insumergible, pero sólo si se colocaba al revés. En su posición natural le entraba agua por las ventanas número 234 y 652, a pesar de los cartones. (Cáp. XII, Pág. 45 y sgtes del Libro “Yo hice un barco grandísimo”, Ed Oleaje, bolsillo. París, 1.909).

En cuanto al casco, no se puede decir que no fuera duro. Y más por detrás, donde suele ir la popa, parte construida con abundante pasta de garbanzos, de esos que cuando salen muy difíciles no hay diente que los machaque.

Ahora viene lo del glaciar. Pues sí, la cosa del peñasco helado y afilado tuvo muy mala sombra. Y muy mala fortuna además, porque el cabo Tarate Jenns tenía asignado el turno de limas para achatar los hielos desde las siete de la tarde hasta las cuatro o cinco de la mañana. ¿Y qué hizo el hombre este? Pues prácticamente nada. Limitarse como mucho a morir congelado porque según sus compañeros “se le olvidó la chaqueta en el camarote” Y él no se ponía jamás el abrigo sobre la camisa directamente, porque “le picaba”. Tarate no avisó del filo, el filo rajó el barco y el barco se hundió lenta y majestuosamente.

Mientras, se celebraron concursos de chapuzones y empujones varios, sin que diera tiempo a entregar los trofeos a los ganadores. El capitán, que se saltó el protocolo y se echó al coleto dos tragos, directamente de la botella, de un orujo “fuerte pero de los que no dejan resaca”, intentó sin éxitos escribir en su diario con un bolígrafo de tinta líquida.

El segundo de a bordo quiso decir unas palabras pero un trago de agua se le fue por mal camino y no sirvieron de nada las palmaditas que le dieron en la espalda, bajo el océano y de noche.

El resto del equipo directivo del grandioso paquebote no terminó ni el postre de la cena. Alegaron estar desganados, los unos, y que las natillas “estaban aguadas, como sin consistencia” según los otros.

Capítulo aparte merece la forma en que la música y otras bellas artes estuvieron a la mayor altura en esta catástrofe:

Los músicos de a bordo Cris Malone y Fiodorov Sinskitri, virtuosos, tiraron al agua directamente al resto del quinteto, unos pandereteros borrachos que no llevaban el compás.

Conscientes de que se aguaba la fiesta, impermeabilizaron los contrabajos, y envasaron al vacío los violines y la viola. Finalmente envolvieron en plástico los siete tambores de la batería principal de la orquesta.

Ahora bien: Los platillos se perdieron misteriosamente, pero ochenta años después se supo que se los llevó Madame Pétula Duddle, para molestar en la ópera durante el resto de su vida: Ella los hacía sonar y se levantaba a saludar desde el palco, ante los aplausos por ser una de las que se escapó de la tragedia.

En cuanto al piano, se recogió del fondo del mar Negro el 4 de abril de 1.944. Dentro se encontró una demostración rigurosa del teorema de Arquímedes.

Hablemos ahora de las riquezas encontradas dentro del barco. Según el listado oficial del capitán Peter Minar, los objetos aprovechables para hacerse millonario con sus ventas eran los siguientes:

– Unas gafas azules sin cristales que pertenecieron a la reina Catalina de Rusia, aunque no “de manera directa”, pues todo los bienes de sus súbditos eran considerados “suyos o de ella” desde que nacían, y las gafas eran de Serguei Mostachenco, un carpintero de Vladivostok.

– Un par de zapatos acharolados de la maravillosa actriz Sarah Bernard, con los que había zurrado el culete del capitán general René Dellancoime, cada una de las tardes anteriores a las encarnizadas batallas lideradas por el alto mando militar al mando de la caballería de dragones imperiales en excedencia.

– Y tres paquetes de galletas de la época sin abrir.

En cuanto a la estructura general de la construcción del barco, el debate se planteó en los siguientes términos:

“Lo veo muy difícil para limpiarlo a fondo”, según Arcadia Peor, jefa del servicio de baños y toallas del buque. Se especula con que cambió de opinión tras el hundimiento y que entonces sí pudo limpiarlo “en el fondo”.

“En cuanto te entusiasmas con un color bonito para el casco, te dicen que no les queda en fábrica y a empezar otra vez, como si esto lo pagara otro”. Esto era una queja amarga y constante de Lionel Cruce, coordinador de tintes y andamios de la gran ciudad flotante que suponía el Titanic.

“Me he perdido dos veces y no he encontrado mi habitación jamás”. Esta, sin lugar a dudas, era la reclamación más frecuente realizada por parte de los pasajeros. En el colmo del despiste, una señora japonesa juró que sólo al final del asunto se enteró de que su barco era el Tiffany, y que la dificultad de la traductora, que viajaba con ella, las hizo meterse en el primer barco que se encontraron.

Quedaba lo de los campos de deportes. Impresionó encontrar barras de pesas cargadas con doscientos kilos para los ejercicios de cuello. Y en el gimnasio femenino.

Y la biblioteca: Seis libros que suponían, dividiendo bien con decimales, un total de cuatro páginas con quince renglones por pasajero para su entretenimiento, enriquecimiento espiritual y, quién sabe, posible formación profesional posterior. La estancia estaba construida en roble noble y encina porcina, con una superficie útil de un metro cuadrado.

No hemos dicho nada de los baños instalados en los distintos pisos y habitaciones. Pero es que no sabemos nada. No obstante, los rumores sobre prisas, carreras y culos al aire en cubierta, aprovechando el viento a favor, no dicen nada bueno sobre la calidad de las infraestructuras sanitarias del Titanic.

Por último, las historias de amor. Por un lado de las personas que iban dentro como pasajeros, jefes de cocina y jugadores de petanca federados, unas cuatro mil cien.

Y de los que iban fuera, mantenedores, pescadores de caña y timoneles, seis más en total.

Pero hagamos una mención especial para la aventura romántica como ninguna: La que vivieron Leonardo Metacarpio y Teresita de Miñón, que, en su pasión, recorrieron el barco de un lado a otro diez veces, las últimas seis sin ser perseguidos ya por nadie. Y siempre cogidos de la mano. Consiguieron llegar al punto más alto de la parte que no se había hundido todavía y, allí mismo, mantener relaciones sexuales en unas posturas extravagantes para la época de la que hablamos. Los aplausos fueron atronadores, pero la pareja no concedió bises.

A modo de epitafio, mientras los que se salvaron de morir ahogados se alejaban del agujero provocado en el mar (que más tarde sería rellenado con agua del propio mar, haciendo de nuevo navegable la zona) pensaban en lo fácil que habría sido hacer las cosas bien y poner botes salvavidas a un coste más acorde con el nivel medio de vida de los pasajeros. No fue hasta 50 años después de la tragedia cuando se probó fehacientemente que la lista de precios era la que sigue:

Canoa para cinco con timonel 25$

Piragua para tres sin timonel 50$

Barca mediana 100$

Barca grande, tamaño familiar 150$

Barreño individual 10$

Barreño individual con remo 15$

Según los investigadores, una estafa. Y, de hecho, la mayoría se quedó sin vender y se hundió el negocio.

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