Slipkiller ha vuelto. (Slipkiller strikes again).
Así es, amigos. Y ha sido en Toledo, en el hospedaje-monasterio de los Misterios Conocidos, conocido como El Descubierto, por sus goteras. Yo me entiendo. Vamos a lo que vamos.
Sábado pasado, cuatro de la mañana. Interior de la habitación Tres del pasillo Cinco. De lo más recóndito. Calor toledano. Ventana que se abre, mosquito que se cuela, audaz pero temerario, sin saber con quién se la juega.
Antonio Calapuig y su esposa, Clarita Mandavaras, debaten posturas nada ideológicas en las estrechas literas yuxtapuestas, como ellos. Surge la pre ebullición y emiten suficiente calor para que los anófeles (llevan milenios entendiéndolo como señal) ataquen en formación de flecha. En una primera pasada escalofriante entre las narices de los pre amantes, en pleno preámbulo, el zumbador corta el rollo como sólo un whasapp de Hacienda podría hacerlo. Antonio no lo duda. Se levanta como John Wayne y reta como Rocky Balboa (en la IV entrega). El mosquito no rehúye el enfrentamiento. Se para en el techo, a tres metros veinte sobre Antonio que entonces, y sólo entonces, le deja ver quién es. Al mosquito se le hiela en su interior (cefalotórax sobre todo) el 0,002 mililitro de sangre que ha podido acumular durante el día: sobre el piso de piedra de esa habitación, de pie, posa Antonio Calapuig, sí, pero, insisto muchísimo, se trata de SlipKiller. El zancudo no sabe qué hacer, le creía retirado. No es capaz de huir. Antonio, sin dejar de mirar al díptero, pregunta a la mujer por la ropa que traían puesta. Ella le indica con una mirada dónde han ido a parar los calzoncillos blancos modalidad gayumbos con ventana al exterior, 95% algodón de Tarrasa, fláccidos al tercer día de puestos: el arma más letal hecha expresamente para el último con licencia para matar. Todo sucede muy deprisa. Sabedor de la capacidad de esta especie para separarse de la pared y desaparecer, Antonio calienta la muñeca, hace girar la prenda imitando al rotor de un helicóptero y, subido en la cama, salta al techo hasta estampar al mosquito contra una bóveda antigua y fría, donde permanecerá incrustado como prueba altamírica hasta que Patrimonio vuelva a soltar la mosca (ironías de la vida) para pintar de nuevo. Antonio deja caer la prenda, que se deposita en el suelo con la suave cadencia de un trapo de cocina.
-He querido empezar una nueva vida, pero no ha podido ser: me persigue mi destino. Tú misma lo has visto. Ni siquiera sabré su nombre –le dice a la mujer.
-No te atormentes, gorrión –le dice ella con voz serena-. Cierra la ventana, acepta el aerosol disuasorio sin CFC y dejarás de sufrir. Anda, vuelve a la cama, que son las tantas.
El momento, vertiginoso, ha hecho mella en los amantes. Del tiempo que tenían previsto para el zipizape, apenas dedican cuatro horas y cuarenta y seis minutos a la faena. No es fácil escapar a una trayectoria vital como la de Antonio. Y él lo sabe bien. Tendrá que vivir con ello.